Era una noche oscura y, cómo no, lluviosa a mansalva. El forense limpiaba en su sucia bata las lentes empañadas por el humo del puro que aspiraba el capitán Juárez, de la brigada de homicidios. En la morgue, al igual que en cualquier sitio, no se permitía fumar. Pero esa noche sí. Le habían hecho la autopsia dos semanas atrás. La chica ya estaba muerta y enterrada. Sin embargo, ahora descansaba en el depósito de cadáveres, por un simple motivo. Esa noche, la habían secuestrado. El forense propuso al policía que le narrara lo ocurrido. Previo a la historia, Juárez encendió el puro con un fósforo. Alguien había entrado en la necrópolis martillo en mano y arremetió contra el nicho. El cadáver desapareció durante tres horas. Tres horas que, desde que el capitán recibió la noticia, dedicó a buscar al ladrón sin éxito, encontrando más tarde a la chica arrojada en un montón de basura. Mas no estaba de servicio. La mujer que daba vida a ese cuerpo inmóvil había sido su esposa, asfixiada por un maniático sin motivación aparente. Y digo aparente, porque Juárez conocía muy bien a ese tipo. Una rata con quien su señora mantuvo una relación irregular en la adolescencia. Un psicópata, un asesino, un loco.
El capitán apagó el puro en un cenicero, cargó el cuerpo en brazos hasta acomodarlo en el asiento de copiloto de su vehículo. Le abrochó el cinturón y arrancó rumbo al cementerio mientras en aquella ciudad la lluvia no tenía recreo. Sus firmes brazos no titubeaban al trasladarla. Quería transmitirle el amor y el cariño que antaño solía profesarle. Avanzó hacia el nicho y acostó el cuerpo en el ataúd ante la atenta mirada de una figura embozada en gabardina y sombrero. La querías, cabrón, la querías. Las lágrimas en la cara del policía se camuflaban entre los regueros de lluvia que inundaban la escena. Sí. La quería. Como tú. Pero no es para tí. Tus ojos recriminan mi falta de cordura al mirar, pero es necesario matizar algún punto. El hombre se sentó en una de las paredes del ataúd abierto. Juárez, la diferencia entre un loco y yo, es que mientras un loco ignora lo que es, yo tengo la seguridad de no estar cuerdo, por lo que puedo disfrutar mi locura. No dijo más, tan solo emitió un leve sonido emulando una carcajada previa al estruendo. El sombrero se cayó al suelo, y por su sien brotaba el rojo que teñía aquel paisaje de pasión exacerbada. El cuerpo del hombre cayó junto al de la chica, esbozando una sonrisa conciliadora. Juárez conocía muy bien a ese tipo. Una rata con quien su señora mantuvo una relación irregular en la adolescencia. Un psicópata, un asesino, un loco. Pero un loco enamorado.
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