El dialectólogo Manuel Alvar definió un dialecto como “un sistema de signos desgajado de una lengua común, viva o desaparecida, normalmente, con una concreta limitación geográfica, pero sin una fuerte diferenciación frente a otros de origen común.” Así pues, es imposible contemplar la lengua como resultado de una comunidad homogénea ya que, según las regiones que configuren el territorio a través del cual se expande la lengua, son variables las isoglosas que estructuran el lenguaje. De este modo aparecen los dialectos. En el caso de España, convive el castellano como lengua madre con el gallego, el euskera, y el catalán. Pero no solo lenguas conviven, los dialectos tienen su eco, y algunos con mucha fuerza.
Es este el caso, por ejemplo, del valenciano. Un dialecto del catalán, sin más. Cierto es que tiene una tradición literaria como el caso de los cinco libros del esforzado e invencible caballero Tirante el Blanco –obra, por cierto, considerada cumbre de la literatura catalana–. Pero no es suficiente. Si nos paramos en la Ley Orgánica 5/1982 del Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana; en el Título primero, artículo sexto, punto primero, sentencia que “la lengua propia de la Comunitat Valenciana es el valenciano”. Y no solo en este epígrafe viene tratado el valenciano como lengua, sino en todos los demás que configuran el artículo. Es obvio, pues, que estamos ante un caso de sentimiento popular. Incluso me atrevería a calificarlo de rebeldía, si se me disculpa la expresión, ante lo establecido por la lingüística. La solución adoptada parece ser identificar el catalán con el valenciano, siendo este último su denominación en la Comunidad Valenciana. Un recurso que, más que eso, parece una palmadita en la espalda.
Pero más dialectos hay que derivan del valenciano –catalán para el resto del mundo– como por ejemplo el balear. Un hurra se me permita decir para sus hablantes que, pese a haber sido un dialecto históricamente configurado por la afluencia de culturas dada la situación estratégica del territorio en el que se desarrolla, siempre ha mantenido su fiel condición de dialecto sin levantar la voz, aunque también es cierto que no existe para ellos ningún césar del Imperio Bizantino.
Sin embargo, más ruidosas son las reivindicaciones del catalán. Por el hecho de que toman medidas echándole jeta al asunto. Mas no es momento de crítica a estas reivindicaciones ya que eso es, en gran parte, competencia del sentimiento nacionalista que en ellos ahonda. Legítimo por otro lado, ya que así lo contempla la resolución 2625 (XXV) de la Carta de las Naciones Unidas.
Para concluir me gustaría recordar una entrevista publicada en la prensa a un tal Huan Porrah (Juan Porras), licenciado en filosofía, íntegramente escrita en “andaluz” que hacían de ella un conglomerado de haches y cetas ilegible y casi risorio. Si nos sumergimos en una búsqueda profusa de esta propuesta, encontramos hasta “normah ortográfikah pal andalú”. Lenguaje orco, para los asiduos de la literatura fantástica. Me parece una propuesta ridícula. Pero propuesta al fin y al cabo, así que cuando Huan Porrah escriba un libro entero en andalú y sea leído, aceptado y tenga un alto grado de repercusión en la sociedad, le aplaudiré por ello. No obstante, lo dudo.
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